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UNA DESPEDIDA INDESEADA

Actualizado: 30 nov 2020

En su habitación, que estaba inundada de recuerdos de tantos momentos memorables, ella intentaba recordar a su madre. Era un 31 de diciembre, otro año más que pasaba en un abrir y cerrar de ojos, y aun así parecía que sin Alicia los años ya paraban de contar. Desde hacía unos años ella llevaba una vida intranquila, y parecía ser que aquel año, aquel detestable 2016, sería solo un año peor. Ese año para ella sería lo que marcaría su vida; haría de ella una mujer diferente, una mujer sin madre.


Su hogar había estado lleno de cariño incondicional hacia ella, y ahora parecía ser que la vida le estaba cobrando tanta felicidad, solo que era injusto, porque le arrebataron la felicidad en sí, y toda aspiración a llegar a ella también se había fugado de su alcance. En su hogar ella no hacía más que acordarse cada día de limpiar la joyería antigua. Mantenía el hábito de levantarse a regar las plantas que provenían de su hogar de infancia. Además, no se permitía olvidar jamás de retocar el brillo de la vajilla de plata, que nunca usaba, para mantener lo más vivos posibles, o tan solo para olvidar un poco la realidad, sus inicios y sus mejores momentos al lado de Alicia.



(Ilustración por: Taerim Lee)

Su madre, siempre delicada y acogedora, mantuvo su casa de una forma impecable. Siempre tuvo espacio para más personas, todos eran bienvenidos en su hogar y en su corazón. Nunca se le escuchó comentario alguno de alguien que fuese para algo distinto a elogio o admiración hacia ella; su hija siempre aspiró a ser más que su sangre, deseaba ser idéntica a esa mujer que le inculcó un carácter tan lleno de suavidad, de sabiduría, de fuerza, de sonrisas, de vida. Muy adentro, ella sabía que lo único imperdonable de su madre sería su muerte: el dejarla desamparada en un mundo que le era indiferente, y que no era familiar con la pureza de esa mujer que estaba tomando el camino que tantos llenan de vida y de florecidas sonrisas para engañarse e intentar despegarse del, casi mortal, dolor.


La vida después de ese año se volvió poco a poco menos desgarradora para ella, sin embargo, los días que siguieron a la muerte de Alicia eran amargos y vacíos. Las mañanas consistían únicamente en tomar café y leer incontables veces el poema A Margarita Debayle de Rubén Darío. Cada palabra era para ella un viaje al pasado, un recuerdo que revivía como si aún fuera una niña sentada en las piernas de su madre viendo la calle al empezar el día mientras la poesía hacía que el día se viera más sencillo de llevar. Los versos quedaron plasmados en la mente de ella, y esa lectura la hacía sentir que el dolor no existía, y alcanzaba a parecer que la partida de Alicia jamás había ocurrido.


Varios años ya han pasado, miles de noches llenas de llanto y sollozos que no tenían utilidad además de ser un constante recordatorio del duelo interminable. Los hábitos continuaron igual y con el tiempo memorizó el poema de principio a fin para ahora recitármelo cada mañana mientras nos asomamos por la ventana. Ríe más, llora menos, o eso quiero creer. Sé que siempre la extrañará y que ese vacío no se llenará más nunca; duele verlo ser así. Pero el cuidado y amor con que trata y atesora aquel poema, aquella vajilla, aquella joyería, solo me hacen quererla cada día más, porque en nuestra familia solo corre el amor profundo e interminable; el tiempo no cura el dolor, el vacío es tan grande que uno intenta actuar cada día más como la otra, con el ánimo de sentir vivo el espíritu de la que vive y de la que muere.


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