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Era un día como cualquier otro

Por: Clara Sofia Acosta


Es un día como cualquier otro, escucho la alarma, me arreglo, salgo de mi hogar, camino con afán por la ciudad sin parar ni mirar atrás. En mi mente cuento los pasos que doy para llegar a mi destino y evitarme la molesta tarea de navegar por mi mente. Me subo al bus, me siento, con cierto impulso me acomodo, alrededor están las sillas vacías, frías y solas. Soy la primera en subirme.

Solo estoy yo con el cielo teñido con tinta grisosa y azulada, que contrasta con el bombillo blanco que derramó pequeñas gotas de pintura. No hay mucho por hacer, solo sentarme y esperar mientras las luces amarillas de la calle se reflejan en los andenes y en cada pequeña ventana van apareciendo pequeñas luces amarillas que dan señal de vida. Me entretengo con el movimiento del bus, confundo el movimiento del paisaje con recuerdos, veo rostros, no sé si son mis reflejos, pero como si estuviera hipnotizada no puedo retirar mis ojos del paisaje. No quiero buscar respuestas en mi pasado, ni escucharme, ni pensar en lo que seré, pero el silencio me lo impide. Mis pobres oídos ya están agotados de escuchar la amarga voz del silencio, de escuchar la voz en mi cabeza, entonces me concentro en mis latidos. Trato de preguntarles cual es el sentido, pero no responden, no existe o tal vez tan solo no entiendo el complejo idioma de los latidos. De lo único que estoy segura es que me quiero olvidar de mí, del complejo sentimiento que implica saber que estoy viva, consiente, sentada observando la ventana, que es tan simple como ordenarle a mi cerebro para poder salir corriendo, saltar, romper la ventana, gritar, pero no lo hago. No puedo hacerlo, no puedo permitírmelo, prefiero continuar hablando con mi reflejo en la ventana, saboreando los recuerdos en mi memoria, observando mi propia ilusión.

De todos modos, nuestra vida es una ilusión, no se sabe que estoy sentada en un incómodo asiento alejándome de mi hogar, ni que pienso en ellos sin conocerlos. Ninguna luz me ha visto como yo creo conocerme, ni han oído las hermosas historias que mis ojos me han contado, una maravillosa dispersión de colores, una solución de cantos, no han sentido el peso de mi cuerpo o el cálido olor de la lluvia y a pesar de ello, observan desde lejos. Pero no puedo juzgarlos pues una reflexión especular de mi ventana me permite ver mi cuerpo, desde mi puesto puedo verme tan lejos, mi cuerpo tan distinto, cambiante de acuerdo con la percepción. Mis ojos están fijados en el frio vidrio, en la ventana, tan solo observando la bella dispersión de la vida, inocente del sufrimiento ajeno, y yo sentada escuchando mis latidos y sosteniendo mis manos con cierta incomodidad. Siento dolor, un dolor en el centro de mi cuerpo, el vacío en el estómago que tanto quise evitar. Un dolor que cualquier ser humano ha de sentir a causa de su conciencia humana llena de respuestas vacías, las mentiras sinceras, la eterna proximidad de su muerte, la euforia exagerada, la condena de su reflejo en un recuerdo, el deterioro de su cuerpo, de su piel, de su vida. Yo por ahora me despido de la reflexión especular de mi alma y me adentro a la ficción del trabajo que todos fingimos.

Me alejo de mi realidad y de repente recuerdo que yo soy la conductora del bus, volteo y a mis espaldas hay personas. Cada una en su puesto observando a la ventana, a su reflejo tratando de callar su mente. Oprimo el pedal, la inercia los obliga a despertar. Ya es de día, la luz del sol sobre mis ojos, sobre los de ellos, nuestras imágenes en la ventana desaparecen, pienso en la voz dentro de mi cabeza que repite cada paso a seguir para evitarme la molesta tarea de navegar por mi mente. Miro al frente para dirigirme a la parada número uno de las mil y una que me quedan. ¿Y después de ello? Tan solo me queda descansar, apagar el bombillo de mi habitación y dormir en la manta negra de la noche. En la ciudad mientras tanto poco a poco las luces se apagan, concediéndole a las calles un breve descanso del mareo de luces que no me permitían manejar. Un descaso creado con el único propósito de despertar, tomar el bus al trabajo y asomar nuestro delicado rostro a la pequeña ventanilla que nos invita al infinito.



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