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El destino se descubre en el relato

Actualizado: 6 dic 2021


Ilustración por: David Carreño


Una vez has llegado a tu destino, basta recorrer con la memoria el camino que te

condujo hasta allá para identificar la conexión entre los eventos y ver el trazo, la figura

de lo necesario. Debiste olvidar algo importante, la billetera o el tapabocas, para

regresar al apartamento justo cuando sonaba el teléfono. Qué raro, pensaste, ya nadie

llama a un teléfono fijo. Puesto que estabas allí, contestaste y era ella, esa chica en la

que pensabas con frecuencia, esa a quien no te habías atrevido a hablarle, pero que, lo

estabas descubriendo, también pensaba en ti y sólo consiguió el número de teléfono de

tu casa, después de buscar en los registros del colegio. Y te sorprende que haya tenido

el coraje de hablar, sin mencionar la confesión sobre su búsqueda. Te ruborizas sin que

ella lo note, claro, y agradeces que no sea una video llamada. En fin, le pides su

número y le das el tuyo. Explicas que vas de salida, que fue una “casualidad” que

volvieras, que estuvieras en ese instante, justo en ese instante para contestar. Ella

agradece en silencio, si nadie hubiera contestado, quizás no habría llamado de nuevo.

El caso es que el olvido, el regreso, la decisión de contestar a pesar de que tu familia te

esperaba impaciente porque iban tarde para algo, constituyen los primeros

acontecimientos de esa historia. Hoy dices que estaba en sus destinos y siempre

vuelves a las casualidades que hicieron posible esa conversación telefónica para

argumentarlo cuando lo cuentas.

El trazo del destino solo es evidente en el relato, en las reconstrucciones de la

memoria. Mientras vivimos, inmersos en las pequeñas decisiones, en los actos

cotidianos, no vemos el camino que recorremos ni los lugares a donde nos conducen.


Sin el relato, la vida estaría constituida por fragmentos inconexos, no tendría

significado, no podríamos ver la magnitud ni la insignificancia de nuestras elecciones.

Por eso creo que necesitamos aprender a contar, aprender a narrar la vida propia y

también las de las colectividades a las cuales pertenecemos: para comprender el

sentido, para reconocer el valor y las implicaciones de lo que hacemos o no hacemos.

El relato es el medio a través del cual los seres humanos dotamos de sentido a la

existencia, es lo que nos conecta con la idea de propósito y también con una

inteligencia mucho más grande que va entrelazando los caminos de algunos individuos,

como trenzando los hilos, creando el tejido de las historias personales y de la Historia,

esa que a todos nos une.

El lugar donde nacimos y las circunstancias en las cuales crecemos, las vidas de

nuestros antecesores, los eventos sociales y naturales que presenciamos: todo hace

parte del tejido que permanece invisible hasta que elegimos tirar de uno de sus hilos y

comenzar a ver, a descubrir la forma en que se encadenaron los eventos. Serán

algunos de ellos, esos que nos parecen tan improbables, tan extraordinarios, los que

nos convencerán de la existencia de un plan, de una trama creada por una inteligencia

mayor. Esos también nos pondrán en paz con la idea de aceptar esa inteligencia, nos

llenarán de humildad porque comprenderemos que solos, con nuestra limitada

percepción, no seríamos capaces de superar los retos propios del viaje de aprendizaje

que es la vida humana, individual y colectiva.

Aprender a contar y, también, conocer las historias que nos conforman: la curiosidad

por la vida narrada es la clave para asumirnos no sólo como piezas de la trama, sino

como protagonistas. La comprensión a través de los relatos es lo que nos permite co-

crear con esa inteligencia mayor: ser coautores responsables y conscientes. Para mí,

en esto consiste ser verdaderamente humanos, agentes y no víctimas de la historia.

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