Smithfield, Londres.
Miércoles 28, octubre 1665.
Después de incontables meses encerrado en una habitación abandonada por la peste he decidido acabar con mi vida. Es cierto que antes de que la pandemia comenzará tenía mucho, pero ahora no tengo nada. No he comido en una quincena y solo he podido beber del putrefacto Támesis. Para este punto solo deseo que la peste me lleve, como se ha llevado a todos. ¡Y sí que los ha llevado!
Anoche vi pasar el carro de la muerte. Un hombre, montado en una carroza, transportando pilas de cadáveres pasa por las calles y lo escucho por mi ventana. “Sacad vuestros muertos”, grita.
La gente que sale a entregar los muertos no se ve bien, pero de seguro están mejor que yo. No puedo ver sus huesos desde mi ventana, pero sé que, si saliera, todos podrían ver los míos. Además, me vi obligado a remendar mis pantalones, pues se me comenzaron a caer. Ensucié mi camisa con vómito después de ver a los muertos, pero está bien; me quedaba demasiado grande.
De manera colectiva dejamos de salir a la calle porque veíamos pasar a la muerte, sombría, indiferente. Tenemos miedo. La última vez que salí, traje a casa valdes de agua para no tener que volver a salir, y ese día la muerte me estaba esperando en medio de mi miseria. Hablé con ella por un largo tiempo, y me di cuenta de que ella es buena. Nos acompaña a todos al otro lado para que no vayamos solos. Me explicó que ella no tiene por qué hacerlo, pues no sigue ordenes ni de dios ni de nadie. Ella decide acompañarnos para hacer el viaje más ameno, pero le entristece que la gente muere. La vi muy triste, “cinco mil muertes cada semana”, me explicaba, “en cada viaje dejo algo de mí, un recuerdo de la vida, pero ahora… ahora ya no me quedan”
La muerte me explicó que, debido a toda la muerte en Londres, ella se ha quedado sin muestras de vida para dar. Me explicó que, sin muestras de vida, ella no vive. Es irónico, la muerte ha perdido todas las razones para vivir… la muerte ha muerto.
Por eso no me llevó ese día, me dijo que ya no tenía punto. Toda la gente que moría estaba cruzando sola, y por ello, al otro lado se enloquecían. No eran capaces de recordar que hubo una vida anterior, y por eso no entienden por qué están siendo castigados. No entienden qué pasó.
Me di cuenta de que la muerte es esencial para poder morir bien. Ella se veía cansada. Al parecer cansada de que todos le reprocháramos, le maldijéramos, cuando en realidad, ella solo nos quería ayudar. Quería recordarnos que hubo algo más. Quería hacernos saber que no estamos solos.
Por eso, hoy acabaré con mi vida. Ella me dejó su ultimo pedazo de vida, para acordarme, cuando esté muerto, que estuve vivo. La muerte murió ante mis ojos, pues ni siquiera ella soportó tantos muertos.
Quizás yo tengo vida de sobra para seguir acompañando a los muertos. Es un trabajo muy noble el que ella hacía, y la tengo que honorar. A partir de hoy, seré yo quien acompaña a todos hasta el otro lado. Espero hacerlo tan bien como ella, y espero tener suficiente vida ahora para poder acompañarlos a todos.
Cristopher Aldridge.