Se despertó. Estaba agitado y sudaba, sentía su corazón palpitar fuera de sí como si hubiese presenciado la muerte misma. Su cabeza daba vueltas y al pasar un poco de tiempo pudo ver correctamente. Se sorprendió. No conocía aquel lugar donde se encontraba, estaba oscuro, frío y tan silencioso que podía escuchar su propio corazón palpitar una y otra y otra vez. Se sentía cansado. Intentó levantarse, pero a pesar de su musculoso cuerpo de atleta, no lo logró. Sentía que algo lo arrastraba y lo amarraba a aquella cama que sentía tan familiar. A lo lejos escuchó pasos y voces extrañas; a medida que se iban acercando pudo identificar las voces y lo que decían. Era su madre llamándolo y diciéndole "ven, ven que ya es hora". Se abrió una puerta y por fin logró ver con claridad, el atleta estaba en su cuarto, el mismo de siempre. Recostada en el marco de la puerta estaba su madre, reluciente. Era la definición de belleza eterna como si la muerte se la hubiera regalado. Recuperó las fuerzas y se pudo levantar. “Por fin, hoy es el día” dijo, y prosiguió a salir de su cuarto lleno de trofeos y medallas.
Seguía su rutina meticulosamente planeada para llegar a sus prácticas de tenis a tiempo. Todos los días se levantaba, desayunaba, se alistaba y salía. Le dolía el pecho. Era de esos dolores profundos que no desaparecen con ningún medicamento; algo bastante inusual para una persona de su edad. Sin embargo, esto no lo desanimó ni evitó que disfrutara lo que sería el mejor día de su existencia. Cogió sus cosas, salió y se dirigió a su práctica. Cuando llegó sintió otro jalón como si alguien lo estuviera atrayendo al piso, no sabia que era, esto nunca le había pasado. Intentó ignorar lo ocurrido y continuó su día evitando que cualquier cosa lo estropeara.
Al finalizar la práctica llegó la hora del partido. Era el último partido del campeonato de esa temporada y de su vida universitaria. Era un momento único que nadie podría quitarle. Poco a poco se empezó a sentir mal, el dolor en su pecho se había agudizado y extendido a la garganta y a la cabeza. No se dejó detener por estos dolores y decidió jugar. A medida que avanzaba el partido se iba sintiendo cada vez peor. No sabía qué estaba pasando. Sentía frío, pero en realidad estaba hirviendo por fuera y no paraba de toser. Empezó a escuchar unas voces que decían “…estamos perdiendo…” y otra respondía “no… no está respirando…”. No entendía nada. El mundo le estaba dando vueltas y cada vez veía menos, era como si se estuviera quedando dormido. Volvió a sentir que algo lo agarraba y lo jalaba hacia abajo, cada vez más fuerte, cada vez más violento. Se sentía débil, se sentía impotente y no pudo hacer nada más que dejarse caer sobre la cancha.
Despertó en el hospital, estaba conectado a una máquina que lo ayudaba a respirar, pero esto no era suficiente. Veía a los médicos luchando por su vida. Los escuchó decir una y otra vez “lo estamos perdiendo” y “no, el paciente no está respirando”. Se divisó en un reflejo y lo que vio lo decepcionó. Un adulto mayor, quizás de 77 años. No era un joven tenista como siempre soñó ser. Entendió lo que estaba pasando, iba a morir. La vida le regaló unos cuantos minutos para soñar aquella vida que siempre deseó, que siempre anheló. Pero ya era tarde, había llegado su momento de encontrarse con la muerte. Escuchaba una voz que lo llamaba como lo hizo su madre “ven, ven que ya es hora”, entendió quién era el que realmente lo llamaba. Hoy es el día, pero no de su soñado partido de tenis; hoy es el día de su muerte.